Es curioso que todos los temarios de oposiciones se ocupan del acto administrativo y de las potestades generales, pero normalmente descuidan ocuparse de la discreta potestad certificante, pese a que es una potestad universal (en cada administración) y con fuerza probatoria cualificada. No pocos pleitos se deciden gracias a esa labor de constancia. Y aunque la administración electrónica y los actos certificantes automatizados traerán nuevos problemas, subsisten los pilares expuestos en el remoto pero valioso trabajo de Tomás Ramón Fernández “La potestad certificante en la jurisprudencia” (REDA, nº8, 1976) quien apoyándose en el Diccionario de la Real Academia precisaba que tiene por objeto “aquellos supuestos en los que exista una constancia fehaciente y demostrable en su concreta realidad del hecho de que se trate”.
Viene al caso este instituto porque un amable lector me llamó la atención sobre las curiosas prácticas sufridas en el ejercicio de la potestad certificante, particularmente llamativa cuando el certificado salvaguarda “errores u omisiones”. Lo suyo sería que cada certificado contase con su encabezamiento, indicase de forma tajante los hechos que certifica y la fuente -archivo, expediente o antecedentes-, así como circunstancias de quien lo expide, lugar y fecha, y como no, los efectos a los que se facilita. Ni más, ni menos, ni cosa distinta.
Veamos con la rapidez y síntesis propia del blog la problemática de las certificaciones.
1. Hay que distinguir el ámbito de certificación de acuerdos o actos en que la certificación se limita a transcribir el acta de la sesión correspondiente del órgano colegiado o del Libro de Resoluciones, o del expediente correspondiente (labor mecánica), del ámbito de la certificación de situaciones o estados que requieren una labor de consulta, expurgo, síntesis o cuantificación (en este caso, la labor declarativa del funcionario certificante incorpora una labor creativa).
También existen o se supone que existen los llamados certificados de actos presuntos, y digo se suponen que existen, ya que pocos se solicitan por los interesados, aunque no dejan de ser un buen escudo cuando se está seguro del silencio positivo para evitar sorpresas (ej. paralización de obra por contar con licencia por silencio). Y como no, están esos hermanos mayores de los certificados, que son las Actas de la inspección que merecen capítulo aparte.
2. El marco normativo en la administración local de la potestad certificante nos lo ofrece el art.205 del R.D. Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre, por el que se aprueba el Reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las Entidades Locales (ROF) cuando dispone “Las certificaciones se expedirán por orden del Presidente de la Corporación y con su “visto bueno”, para significar que el Secretario o funcionario que las expide y autoriza está en el ejercicio del cargo y que su firma es auténtica. Irán rubricadas al margen por el Jefe de la Unidad al que corresponda, llevarán el sello de la Corporación y se reintegrarán, en su caso, con arreglo a la respectiva Ordenanza de exacción, si existiere.”
3. En cuanto a la casuística y patología del día a día, podemos levantar los siete velos de esta dama misteriosa.
PRIMERA.- El Visto Bueno, como es sabido, que se estampa en una certificación supone que la autoridad que lo “visa” está confirmando que el secretario o persona que certifica es quien es fedatario competente para ello y que esa es su firma. O sea, que una certificación vale si la expide el secretario mientras que si la expide el Presidente será un mero documento sin los beneficios y presunciones inherentes a quien es fedatario.
Lo que siempre me he preguntado es que si el Presidente da fe de que quien dice ser secretario es quien ocupa el cargo y que esa es su firma… ¿quién da fe de que el Presidente es quien lo visa y que esa es su firma?
SEGUNDA.- Lo del “sin perjuicio de los errores y omisiones” tiene canto, ya que si una certificación supone una labor de confrontación por parte del Secretario o responsable del archivo, registro o expediente, en que se limita a hacer constar lo que se deriva del mismo, malamente se entiende esa salvaguarda. Poca confianza tendríamos en el médico que nos dijese que tenemos una enfermedad “salvo errores u omisiones”.
Esta estipulación es una cláusula de estilo que no exonera de responsabilidad, y si hubiere algún error u omisión relevante es que alguien no ha hecho bien su trabajo.
TERCERA.- Lo de la certificación que cómodamente se remite a un informe es harto frecuente en la administración local. No es extraño que el Secretario certifique que por el Técnico o Arquitecto se informa lo que se acompaña. O sea, se certifica que ese es el informe, aunque subliminalmente parece inducirse a que la presunción del fedatario se extiende al juicio técnico o parecer del informe.
CUARTA.- Una cuarta praxis es la del Secretario -amparada por el art.205 ROF- referida a que, por la lógica imposibilidad de conocer todos y cada uno de los archivos municipales, indica al funcionario informante que firme en el margen de la certificación o antes de la firma del secretario (notemos que el reglamento lo reserva al “Jefe de la Unidad” para evitar una relajación de la potestad certificante en cascada hacia lo que constate el ordenanza, por ejemplo). Se trata de la llamada antefirma cómplice, o forma de que, si algo falla o está mal certificado, se desplace la responsabilidad hacia el funcionario que emitió el informe.
QUINTA.- Una praxis anómala radica en certificar cuestiones de hecho sin expresar el contexto, o como dice el Supremo en relación a una certificación sobre condiciones de suelo urbano, que no acepta por no “expresar fuentes de conocimiento susceptibles de sustentar sus afirmaciones” (STS 2 de marzo de 2016, rec. 1949/2014).
SEXTA.- Otra irregularidad invalidante consistiría en certificar valoraciones jurídicas, pues excede la mera constancia, tal y como reprochó el Supremo al secretario que certificaba la calificación urbanística de unos terrenos según derivaba de la Ley del Suelo en vez de afirmar lo que resultaba de antecedentes o archivos municipales (STS de 22 de abril de 1983).
SÉPTIMA.- La última praxis, o mala praxis, es que el Alcalde “certifique” en solitario cuando realmente carece de esa competencia, lo que comporta la nulidad del certificado, ya que lo más que puede hacer es informar o dar cuenta de lo que conoce por razón del cargo.
4. Para finalizar bien está la noticia judicial y señalar como resume la Sentencia del Supremo de 13 de junio de 2011 (rec. 5233/2007) el valor jurisprudencial de las certificaciones y de los documentos que se disfrazan como tales:
Ahora bien, el documento al que alude la recurrente carece del carácter de documento público por cuanto no cumple los requisitos del artículo 317.5º de la LEC pues, como se indica, constituye una copia cotejada con el original, pero no consta haya sido expedido por funcionario legalmente facultado para dar fe en lo que se refiere al ejercicio de sus funciones, lo que habitualmente integra el ejercicio de la denominada potestad certificante de la Administración. Además, no hay que olvidar que, en todo caso, los documentos públicos, exclusivamente, tienen la eficacia probatoria que les otorga el artículo 319.1 de la LEC en orden a acreditar el hecho, acto o estado de cosas que documentan, de la fecha en que se produce esa documentación y de la identidad de los fedatarios y demás personas que en su caso intervengan en ellos. Previsión esta que se matiza con lo dispuesto en el apartado 2 de este mismo precepto en relación con la fuerza probatoria de los documentos administrativos no comprendidos en los números 5 y 6 del artículo 317 y a los que se otorgue el carácter de públicos, los cuales, en defecto de disposición expresa en las leyes que reconozcan tal carácter, se tendrá por ciertos en relación con los hechos, actos o estados de cosas que consten en ellos, certeza que podrá ser desvirtuada por otros medios de prueba.
Pero incluso el ser documentos públicos administrativos, conforme al artículo 46.4 de la Ley 30/1992, no les confiere una eficacia probatoria vinculante para el juez según es propio de los documentos públicos, pues en todo caso, como se ha declarado reiteradamente, esta prueba no es necesariamente superior a otras y la veracidad intrínseca de las declaraciones contenidas en ellos puede ser desvirtuada por prueba en contrario, esto es, los documentos públicos son una prueba más cuyo contenido se tiene en cuenta junto con los restantes pruebas, que no tienen condición inferior.
En fin, que el mundo de las certificaciones reviste suma relevancia porque la potestad certificante es el poder de declarar algo como cierto y que se presuma como tal con validez robustecida según la Ley de Enjuiciamiento Civil. Casi nada. Por eso, bien está hacer uso sereno, serio y riguroso de lo que se certifica.