Aunque el Derecho administrativo parece el reino de la norma escrita, del precepto escondido o enredado, de la interpretación rebuscada para que las piezas encajen, subsiste la validez de esa herramienta universal y eficaz que son los principios generales del derecho.
Pues bien, pocos principios generales de derecho hay tan dictados por el sentido común como el de que nadie obtenga ventaja de su mala conducta o errores, que en el ámbito administrativo comporta que si la Administración no cumple con su obligación, malamente pueda aprovecharlo para perjudicar al ciudadano.
Este principio general cuenta con dos parientes próximos. Su hermano mayor es el principio de buena fe, que lleva a resignarse ante los propios errores, y su hermano menor, la prohibición de contravenir los actos propios, pues si el acto errado no puede convertirse en bálsamo salvador.
Veamos la utilidad y manifestaciones de este lógico principio.
1. Lo explica con claridad la Sentencia de la Sala contencioso-administrativa del Tribunal Supremo de 27 de Febrero de 2018 (rec. 170/2016) en un caso en que fijó como doctrina casacional “en el sentido de que no puede la Administración iniciar la vía de apremio -ni aún notificar la resolución ya adoptada- hasta tanto no se haya producido una resolución, debidamente notificada, sobre la solicitud de suspensión, pues admitir lo contrario sería tanto como frustrar o cercenar toda posibilidad de adoptarla por el órgano competente para ello”.
Con elegancia el Supremo amonesta a la administración y le viene a decir que primero cumpla antes de exigir a los demás que cumplan:
Las consecuencias adversas de ese proceder indebido debe afrontarlas la Administración con arreglo al principio jurídico general que impide a los sujetos de derecho beneficiarse de sus propias torpezas o incumplimientos, condensado en el aforismo latino allegans turpitudinem propriam non auditur. Dicho de otro modo, no cabe presumir, en contra del administrado, que su solicitud estaba destinada al archivo y que éste, a su vez, obliga a suponer que aquélla no se presentó nunca.
2. La importancia de este principio radica en la necesidad de coherencia de la administración, en simetría respecto del ciudadano al que no se le perdona ni una.
Una conocida manifestación de este principio subyace en la forzada interpretación del Tribunal Constitucional (SSTC 6/86 y 52/2014, junto a la ya comentada STC 171/2008) relativa al art.46 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa que lleva a interpretar, para que la administración no se beneficie de su pereza resolutiva, que en los casos de desestimaciones presuntas, la administración no podrá invocar la preclusión de plazo para recurrir en vía contenciosa, con lo que el plazo de seis meses allí fijado para combatir desestimaciones presuntas queda congelado y enterrado, o sea, inaplicable salvo casos de laboratorio.
3. Curiosamente la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público sienta en su art.3 como principio “Buena fe, confianza legítima y lealtad institucional” pero no el principio de soportar las consecuencias de la desidia administrativa. En cambio, la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común incorpora el art. 115.3 que recoge una vieja regla, muy valiosa y que no todos conocen que consiste en que “Los vicios y defectos que hagan anulable un acto no podrán ser alegados por quienes los hubieren causado”. O sea, que nadie se aproveche de las propias trampas.
4. Una manifestación muy importante radica en la protección de la confianza desarrollada por el funcionario de hecho, (aquel que no está nombrado o carece de competencia para un acto administrativo) que ampara al particular o ciudadano que confiaba en su regularidad, pero no podrá la administración que propició la ilegitimidad del cargo, escudarse en su invalidez para desactivar los actos administrativos que pudieran perjudicarle. Lo explica didácticamente la STS de 20 de junio de 2017 (rec. 2463/2016) :
Finalmente, no hay una doctrina jurisprudencial que avale la tesis de la Administración recurrente sobre el funcionario de hecho y la plena validez de los actos que éste adopte, basados en la apariencia de legitimidad creada y en la operatividad a ultranza del deber de contribuir (art. 31 CE) y de la satisfacción del interés público que la Administración debe servir (art. 103.1 CE), sin sujeción, a lo que parece, a límites de clase alguna. Baste para refutar tales afirmaciones con señalar, de una parte, que la construcción doctrinal del funcionario de hecho no surgió como mecanismo para justificar la validez de los actos dictados por quienes no ostentaran nombramiento legal, cualquiera que fuera la fuerza o presunción creada por su apariencia de legítimo o con independencia del sentido del acto, pues, de ser así, nada impediría exigir tributos o imponer otros actos perjudiciales o de gravamen por parte de un mero usurpador del cargo, con tal que hubiera un atisbo de apariencia en su actuación; de otra, que dicha teoría sólo es comprensible in bonam partem, para reconocer validez y eficacia a los actos que confieren derechos o facultades a los administrados que han obrado de buena fe, frente a los que no podría pretextarse la ilegitimidad del nombramiento como medio espurio para evitar que la propia Administración causante del vicio desplegara sus favorables efectos, pero no debe jugar, como ya hemos indicado, en el seno de los actos de gravamen, como acertadamente sostiene la sentencia de instancia.
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Aceptar esa validez a todo trance sería tanto como quebrantar el principio jurídico general conforme al cual nadie puede beneficiarse de sus propias torpezas, condensado en el aforismo latino allegans turpitudinem propriam non auditur, pues la Administración se vería beneficiada en sus intereses como organización -que no es dable confundir con el interés público, vinculado necesariamente a la observancia de la ley-, si los actos emanados de los funcionarios de hecho o sin nombramiento válido, eficaz y vigente, pudieran vincular a aquélla en los actos que fueran perjudiciales o adversos a los administrados.
5. En su día comenté como el Tribunal Constitucional había acudido a la doctrina de la torpeza con cierto ídem expresivo.
En fin, que me encanta mostrar como los viejos principios son útiles para introducir la lógica en los conflictos administrativos y como puede reprocharse la falta de coherencia a una administración, humanizándola ante sus propios errores, por mucho que se oculte en ese armazón que llamamos persona jurídica y órganos.